Más allá de pasarla bien y divertirse con amigos o en familia, la bajada por el río nos conecta con una naturaleza agreste, con lo autóctono que brinda la Patagonia.
El rafting dejó de ser una actividad acuática de unos pocos para formar parte de la agenda turística familiar. Cuando el río Chimehuin es el anfitrión, todo es placer y mucha diversión. Tanto desde San Martín de los Andes como desde su vecina Junín de los Andes el trayecto hasta el río es un paseo en sí mismo. Salimos con quienes nos guiarían todo el tiempo y al dejar el asfalto, el ripio nos llevó hacia el lago Huechulafquen internándonos en la estepa patagónica. El volcán Lanín es el amo y señor de los contornos montañosos de esa zona. Al llegar al refugio donde un equipo de muchachos comanda las acciones, nos recibió Mariano Bianchi, su alma mater. Luego de las presentaciones, hizo una enumeración del circuito y pasamos a los vestuarios para equiparnos con trajes de neopreno, chaquetas rompe vientos, cascos y chaleco salvavidas, algunos opcionales y otros obligatorios.
Así vestidos, nos subimos a un microbús de la empresa para encarar la costa. Mariano nos tenía preparada la primera sorpresa: desde un mirador en alto vimos el lago Huechulafquen y su desembocadura en el río Chimehuin. Es un lugar alucinante y conocido en el mundo como pesquero de excelencia de truchas con mosca. Bajamos al río y, junto a los botes ya listos para salir, escuchamos la charla técnica. Nos quedó claro que debíamos remar y remar, ya que éramos el motor indispensable para que las embarcaciones se movieran. “Que el remo nunca se separe de nuestra mano”, fue una de las consignas de la voz de mando del bote. Nos tenían preparadas otras sorpresas: salto al agua desde una piedra y un cruce a nado.
¡A bordo!
Desde el primer instante, el grupo integrante de nuestro bote le puso “onda” a la navegación. Escuchábamos la orden: “adelante”, “atrás”, pero le agregamos voces para darnos fuerza y que no decayera el entusiasmo. Cuando el río se presentó tranquilo, sin rápidos ni piedras importantes, intercambiamos charlas pero sin desatender el ritmo. Nuestro guía se anticipaba los escollos y nos hacía realizar las maniobras adecuadas: “adelante”, “atrás”. Cuando aparecieron los rápidos y las rocas enormes del centro del río, la fuerza del remo se hizo más necesaria. El bote sentía el movimiento y corcoveaba en alto y ancho pero la tripulación salió airosa de cada encuentro con esos obstáculos y todos terminábamos muertos de risa. Lo más ajetreado estuvo al final de los ocho kilómetros del recorrido. Hicimos una bajada de los botes para ascender a una gran piedra al costado el río, desde donde casi todos se tiraron al agua en un sector profundo para salir chapoteando hacia la costa. Un poco más adelante, realizamos otra inmersión en las frías aguas desde los botes mismos hacia el cauce para alcanzar la orilla, siempre con el salvavidas colocado. Dos momentos donde la adrenalina estuvo en su máxima expresión y el grupo mostró su disposición a volver a la niñez. Luego llegó el “tercer tiempo”, como en los deportes tradicionales: una rica merienda con bebidas calientes, tortas fritas, pan y dulces caseros en un quincho muy agradable. Cuando la actividad nos da la seguridad que necesitamos, se vuelve divertida y cada uno saca lo mejor de sí mismo. La consigna es disfrutar, reírse y pasarla bien.