Nos recibió una inmensa barda desértica, solitaria, solamente habitada por cientos de especies de aves migratorias, y aprendimos algo de lo mucho que ofrece esta zona.
Ropa cómoda, una campera por si acaso, todo lo necesario para una buena mateada y nuestras propias expectativas fueron cargadas en nuestra mochila para emprender la navegación. Atrás había quedado la charla con Sergio Mangin, quien nos llevaría a conocer la inmensidad del lago Ezequiel Ramos Mexía.
Partir...
Reunidos a la hora prefijada en el embarcadero sobre la Bahía del Sapo, uno a uno fuimos subiendo al enorme bote a motor con capacidad para 10 pasajeros. Al comienzo, una vez en nuestro asiento y con el salvavidas puesto, fueron pocos los comentarios. A medida que navegábamos, la charla fue ganando lugar en el bote. Desde el agua el pueblo nos pareció más alto y las rocas de vetas rojizas mostraban la huella de los vientos que acometieron la región durante miles de años. Poca zona de playa se distinguía fuera de la bahía. La costa se fue haciendo chiquita y dejamos atrás el faro, las casas de la orilla y el bullicio de los bañistas. Como en una postal, los cerros ubicados por detrás del
pueblo mostraban sus formaciones de capas de arcilla con amplia gama de tonalidades rojas atravesadas por franjas blancas y amarillas.
Los acantilados se presentaron como paredones muy altos de rocas color marrón oscuro, socavadas constantemente. Encima, un desierto ondulado con vegetación espinosa guardaba el Valle de los Dinosaurios y un bosque petrificado de alrededor de 100 millones de años. A lo lejos, el coronamiento de la represa nos permitió imaginar la caída de millones de litros de agua hacia el curso del río Limay luego de haber fabricado energía eléctrica. Entonces, pusimos proa a Los Gigantes mientras el motor sonaba más ronco porque había tomado velocidad. El Ramos Mexía se presentó infinito, como si la costa estuviera ausente. Alguien pidió que se apagara el motor por unos minutos para contemplar esa inmensidad en silencio. Realmente fue un momento fantástico y que disfrutamos casi sin hablar, cada uno en su propia reflexión. Avanzamos sólo 9 de los 24 kilómetros que tiene de ancho el lago. El viento nos pegaba de frente, volaba en mil ondas sobre la cara y el cabello de todos.
Aprendiendo a mirar
“Esas mesetas arcillosas que vemos al frente formaron parte del mismo macizo de la costa desde donde partimos. Un quiebre hace millones de años dejó este valle ancho que luego fue inundado por la construcción de la represa”, nos informó Sergio. Cuando llegamos a la zona de Los Gigantes, nos dimos cuenta de que estaba conformado por un enorme paredón y varios islotes de piedra. Todos recibían el oleaje mientras la espuma volaba por el aire. Las rocas, con sus dibujos y agujeros, dejaban a la vista distintas figuras que nuestra imaginación tradujo en seres mitológicos.
En una playa escondida descendimos del bote y dejamos la sensación de movimiento constante. Fuimos ocupando la arena con nuestros bolsos y aparecieron los sándwiches, las gaseosas y empezó el picnic. Descubrimos que a pesar de la falta de árboles, existía la sombra de los mismos paredones. “¡Qué lugar elegiste, Sergio!”, se escuchó. En la charla informal consultamos sobre las formas de vida del lugar. Los lugareños miden los vientos mirando el horizonte. Si se ve limpio, no hay viento. Si está grisáceo, es que el viento levanta tierra y según la densidad es la velocidad. Otro método infalible es el vuelo de los jotes, que buscan planear con las corrientes de aire. La cuenca del Limay es zona de tránsito o migración de aves.
Al emprender el regreso, desde lejos los paredones nos devolvieron sus salientes, dibujos, agujeros y terrazas. Habíamos pasado a su lado y la sensación de inmensidad nos había hecho sentir mínimos. A toda velocidad, contemplamos los cambios en la coloración del agua y todo el entorno.
Con el alma en calma
Otra vez los rojos arcillosos de las bardas y, en este caso, vimos la entrada al Cañadón Escondido, cuyos huecos y aleros se marcaban de una manera especial por la luz del atardecer. Quedó en evidencia la pasión de nuestro guía por la actividad náutica. Su pasado como deportista olímpico también, por la actitud de respeto hacia el medio ambiente. El vuelo rasante de un ave, un biguá, fue la despedida de nuestro día de navegación mientras descubríamos el recorte de la bahía Boca de Sapo, de donde habíamos partido.