La geografía de la X región chilena resulta paradisíaca para volar. Bosques y lagos, estuarios e islas, y principalmente los volcanes son algunas de las atracciones que se pueden observar durante el vuelo.
Apenas el folleto llegó a nuestras manos, la descripción del paseo que resultaba ser algo más que prometedora pasó a convertirse en una obsesión: “Nuestro sobrevuelo recorre los paisajes por la entrada austral al sur de Chile, cubierto de bosques, volcanes, lagos, estuarios e islas. El recorrido muestra cómo está formada esta parte de la región de los Lagos, con una geografía determinada por la acción de movimientos glaciales, el nacimiento de volcanes, la fuerza erosiva del agua y el viento, y el verde manto de bosques milenarios que aún se preservan…”
Despegue en Puerto Varas
Despegamos del aeródromo de la localidad de Puerto Varas, pero también lo podríamos haber hecho desde la localidad de
Puerto Montt. En ambos clubes de vuelo, aviones bimotores con capacidad para entre cinco y siete pasajeros esperan a los visitantes para mostrarles que, desde el aire, el paisaje se vuelve majestuoso.
La misma torre de control resulta un atractivo digno de una fotografía. Su frente está construido con tejas de alerce al igual que las antiguas casas de esta región de los lagos chilenos. Apenas la avioneta levantó su nariz, hermosos campos sembrados, la inmensidad del lago Llanquihue y un mar azul de película que se divisaba al fondo ganaron protagonismo ante nuestros ojos. Las pequeñas ciudades de Puerto Varas, Frutillar y Ensenada quedaron debajo, al igual que la marítima ciudad de Puerto Montt, con sus embarcaciones y pescadores. El puerto de Angelmo y, allá a lo lejos, la gran isla de Chiloé fueron quedando atrás mientras atravesábamos la espesura verde del milenario Parque Nacional Alerce Andino, las salmoneras que deja observar el Estuario de Reloncavi desde miles de metros y las bocas de los ríos que desembocan en él. Mientras nuestras preguntas no alcanzaban a verbalizar todo lo que percibían nuestros ojos, Santiago Vidal, piloto de la aeronave, se encargó de ir describiendo cada uno de los puntos que sobresalían desde el aire por su magnitud. Los volcanes Calbuco y Yate, los cerros Tronador y Puntiagudo, los lagos Chapo, Todos los Santos, Rupanco y Llanquihue, los Parques Nacionales Alerce Andino y Vicente Pérez Rosales, todos eran señalados con el dedo sabio de quien ha volado la zona durante años.
El Osorno, un Volcán aparte
Los primeros volcanes que se divisan son el Yates y el Calbuco. Pero el que más llama la atención es uno de color verde oscuro y negro con la cumbre totalmente nevada, con la nieve extendiéndose en brazos que casi alcanzan la base. Desde la avioneta divisamos su presencia. Resulta imposible no hacerlo. Pero Santiago nos prometió esa frutilla para el final del recorrido, por lo que rápidamente comenzamos a acercarnos a la cordillera de los Andes. Volando por encima del inmenso lago de Todos los Santos, de un color turquesa intenso, pudimos divisar el nacimiento del río Petrohue y sus famosos saltos, los volcanes Casa Blanca y Puyehue, y el Parque Nacional que lleva el mismo nombre. Del otro lado de la cordillera, y a más de 3000 metros de altura, quedamos escépticos al observar el lago Nahuel Huapi, el cerro Tronador con sus glaciares negros y el cerro Catedral, único por las puntas de su cumbre. Allá, a lo lejos y solitaria, una inmensa mole blanca, que en realidad recibe el nombre de volcán Lanín, vigilaba nuestro vuelo en silencio. Fotos acá, fotos allá. El avión comenzó a girar lentamente y Santiago, mirándonos a los ojos, simplemente dijo “Ahora es el momento…al Osorno”. Nuestros corazones no podían creer que estuviéramos donde estábamos y menos que después de todas las maravillosas vistas existiera una que dejara chiquitas e insignificantes a todas las demás. El lago Puyehue y el lago Rupanco quedaron atrás, al igual que el hermoso volcán Puntiagudo. Y ahí estaba él, el Osorno. Igual que aparece en las fotos del colegio y de los mapas de geografía. Con su clásico verde oscuro negruzco y adornado con brazos de nieves eternas. Su presencia comenzó a atraernos. El pequeño avión –ahora realmente pequeño- se acercaba hacia la pared blanca como si la mole fuese en realidad un imán. La cumbre nos hipnotizó y hacia allá fuimos. Santiago, orgulloso de su volcán como todo chileno, se le acercó tímidamente y comenzamos a volar y a fotografiarlo copiando en círculos su presencia hasta que prácticamente quedamos tan cerca que podíamos tocar la cumbre con nuestras propias manos. O eso en realidad era lo que anhelábamos… No creo que existan las palabras adecuadas para explicar la sensación vivida en ese momento. Nadie en realidad las tiene, pero de lo único que allí me acordé, hasta que finalmente aterrizamos nuevamente en Puerto Varas, fue de que cuando nuestro amigo prometió para el final una frutilla, debe haber pensado seguramente en su volcán preferido. Coincidimos. Pero creo que falta un detalle para definir al Osorno: volarlo es sin duda la posibilidad de apreciar desde el aire “la crema chantilly más hermosa que puede tener una montaña…”