El famoso dicho popular dice “Cuando el río suena, agua trae”. Y cuando se habla del río Chimehuín, por algo se habla. No por nada muchos pescadores de todo el planeta lo han bautizado como el río más hermoso del mundo.
Enero y febrero son meses especiales para pescar en la Patagonia argentina, en los que el calor avanza con las primeras horas del día y comienza a faltarle agua a la mayoría de los cursos. Así es más fácil descubrir pozones y correderas, lo que favorece a los que recién empiezan.
Por ello, cuando Darío Damonte me propuso flotar el río Chimehuín desde aguas abajo de la Garganta del Diablo hasta el puente de la ruta 234, no dudé en aceptarlo.
Darío y Héctor, su padre, nos pasaron a buscar por la Posada Quinen , de San Martín de los Andes, para llevarnos hacia el pesquero. Lentamente, entre chistes, anécdotas y música country, fuimos transitando el camino de ripio que llega hasta la boca del lago Huechulafquen.
Sin cruzar el puente del río, doblamos a la derecha por un camino de tierra que conduce a los pesqueros. Allí, Héctor nos ayudó a bajar la balsa y nos deseó buena suerte. A las 19.30 nos estaría esperando a metros del puente de la ruta 234, en el acceso a la pequeña y pintoresca Junín de los Andes.
Bajamos la balsa. El día se presentaba ideal. No eran todavía las 9 de la mañana y ya estábamos pisando las frías aguas del río.
Darío remaba y conducía la balsa, mientras Emiliano y yo comenzamos a castear a ambas orillas.
Los lugares y pesqueros que íbamos dejando atrás eran realmente hermosos, con sus transparentes aguas que permiten ver a simple vista veriles y fondos de piedra fascinantes.
El Chimehuín es el río de los streamers y son las grandes marrones las que se encargan de confirmarlo regularmente, con capturas que en muchos casos superan los 3 kilogramos.
Luego de navegar algunas correderas llegó la primera parada. El bote se acercó hasta una de las orillas y quedó a tiro de caña una hermosa corredera de aguas azules. Darío colocó su mosca de manera perfecta y mientras recogía lentamente su mosca, un gran pez se avalanzó sobre ella, pero no se clavó. Pescamos un rato más y así fuimos probando casi todas las correderas y pozones que pasaban por delante.
La formación de grandes piedras hace que el río tenga verdaderos saltos, por lo que el rafting natural resulta un agregado a las atracciones que vive el pescador.
Llegamos a la famosa Piedra del Viento, una hermosa formación rocosa de colores marrones, grises, rojos y negros, erosionada por el viento y las crecientes y bajantes del río.
Darío nos iba marcando los lugares donde podían estar las truchas. Así fue que en los lugares más bajos se encontraban las más grandes. Mi mosca cayó al lado de un viejo sauce, junto a una orilla, donde no habría ni siquiera veinte centímetros de agua, y la trucha tomó el streamer de inmediato. La trucha marrón, que superaba holgadamente el kilo y medio, luchaba del otro lado de la línea para liberarse del engaño.
El ritual de la comida es algo que enamora al pescador. Darío lo sabe. Ya en tierra firme, el reloj marcaba las 12 y una excelente picada patagónica nos esperaba. Vinos, cervezas y gaseosas iban anticipando el plato fuerte del día: pollo al disco preparado en el mismo lugar de pesca. Mientras el pollo se iba dorando, seguimos pescando, esta vez de costa, en un lugar realmente paradisíaco.
Luego de la siesta, seguimos pescando en la balsa. La zona conocida como “La herradura” es realmente un lugar increíble, donde a veces se pueden observar truchas que superan los 5 kilogramos.
Luego de pasar por la zona del CEAN, donde el río atesora unas correderas y pozones de un color verde increíble, terminamos de pescar. Finalmente, a las 19.30, llegamos al rincón del río donde Héctor nos estaba esperando con el trailer para levantar la balsa y volver hasta San Martín de los Andes.
Vivimos un día espectacular y nos dimos el lujo de tener casi una veintena de piques, cobrando algunos ejemplares realmente hermosos que devolvimos sanos y salvos al agua.
Y así es “el Chime”, como lo llamamos todos: un río de otro planeta que gracias a Dios es argentino. Con aguas mágicas, un paisaje increíble que lo rodea y un volcán milenario que lo custodia. Y por supuesto, repleto de truchas marrones y arco iris que pueden llegar, por su tamaño, a volver loco a más de un pescador.
¿Cómo se pesca cuando no se pesca? ¿Cómo se disfruta de una pasión cuando todavía hay meses que esperar para poder vivirla? ¿Cómo se hace para no volverse loco mientras se espera?
Terminó la temporada
La pesca de truchas y salmónidos en la Patagonia argentino-chilena es magia pura. Difícil es explicarla con palabras sin emocionarse, sin caer en la nostalgia de los viejos tiempos, de los amigos, de los recuerdos y de peces mitológicos que pasaron por nuestras vidas.
Esta hermosa locura arranca todos los años los primeros días del mes de noviembre, tanto para lagos como para ríos, y desde entonces se puede pescar hasta el 31 de mayo, fecha en que se declara la veda para proteger a las especies.
Cuando esto ocurre, los pescadores con mosca comenzamos a emigrar hacia otros ámbitos donde se nos acerca la posibilidad de batirnos a duelo con otras especies de importante valor deportivo como el dorado, la tararira e incluso el pejerrey, pero la Patagonia debe esperar hasta el año próximo.
¿Quién anduvo por aquí?
Es en estos momentos que el pescador vuelve a su caja de pesca y comienza a observar que algo ha pasado. Esa mosca increíble de plumas verdes de faisán que tenía vestigios de violeta y amarillo y que había resultado el mejor streamer de la temporada ya no está. “Papá, no quedan secas”, fue la frase para darnos cuenta de que es verdad, de que la temporada dejó truchas inolvidables pero se llevó consigo también moscas inolvidables.
Ni hablar de las ninfas, esas moscas que pescan cuando nadie pesca. Esas moscas raras que imitan estados larvales prácticamente irrepetibles pero que cuando caen al agua, si son manipuladas, no fallan a la hora de atraer al pez.
Cuando esto sucede, nos damos cuenta de que la temporada terminó y de que hay que seguir pescando puertas adentro para que el 1 de noviembre nos sorprenda preparados.
Comenzó el atado de moscas
La producción en serie se encargó durante el siglo XX de mostrar al mundo que todo se podía llegar a hacer a gran escala. Esto trajo progreso en miles de formas, pero también desencantó al mundo. El trabajo manual y artesanal fue reemplazado por grandes máquinas que hacían en minutos lo mismo para lo que antes el hombre necesitaba horas.
La pesca no pudo escapar a este desencanto; sin embargo, más allá de que las cañas, reels y líneas fueron alcanzadas por el progreso, el atado de moscas sigue siendo dominio del hombre. Puede haber miles y miles de moscas en todo el mundo, pero todas, absolutamente todas, fueron atadas por distintos hombres, aprendices, amateurs, profesionales o artesanos que aprendieron la técnica o se dieron maña, pero tuvieron que atarlas ellos mismos.
Este hecho, que comienza luego de finalizada la temporada de pesca, es algo que se repite en cada uno de los clubes y asociaciones donde miles de pescadores con mosca continúan reuniéndose para seguir aprendiendo.
Las propias, las mejores
Si bien hay muchos pescadores que prefieren comprarlas en el mercado, atar moscas es una practica placentera por sí misma. Más allá de la paciencia que cada pescador tenga, el hecho de estar entre amigos buscando la mosca perfecta es algo que tiene sus propias motivaciones.
Cada mosca posee una técnica de atado y una determinada elección de materiales. Es necesario aprender de la experiencia de otros para entender cuándo una mosca está bien atada y cuándo no.
La satisfacción que tiene un pescador cuando con su propia mosca logra capturar un pez es algo indescriptible. Es la esencia misma y el espíritu de esta maravillosa actividad llamada pesca con mosca y que aún fuera de temporada genera pasiones y fanáticos.