Se asciende hasta el cráter junto a guías especializados que conocen palmo a palmo al volcán más activo de Chile y las mejores rutas para alcanzarlo.
El volcán Villarrica se yergue majestuoso entre las ciudades de Pucón y Villarrica e impresiona por su constante actividad ígnea. Por eso parece impracticable la llegada al borde mismo de su cráter; la realidad es que forma parte de una aventura fantástica si se realiza junto a guías especializados. Por su altura, las vistas panorámicas desde la cumbre son un incentivo para quienes se atrevan a encarar la salida. En nuestro caso, hicimos lo arreglos de rigor, luego de entender cuáles eran las particularidades de este trekking de montaña y nuestra posibilidad física. El punto de reunión fue la misma agencia de turismo. Nos presentaron a los guías y al resto del grupo, probamos equipos y partimos en un transfer hacia el pie del volcán. La mañana se presentó fresca y con buen tiempo; estábamos expectantes por la jornada que viviríamos.
El volcán está inserto en el parque nacional Villarrica y, al ingresar, el guardapaques nos recibió con una charla acerca de los rasgos característicos de esa reserva natural. La primera etapa la realizamos en una aerosilla que nos acercó al lugar donde comenzaba el ascenso a pie. Cada uno acomodó convenientemente su equipo y nos colocamos protector solar en la cara. Nos enseñaron a utilizar la piqueta o piolet y los crampones ajustados a nuestros borceguíes y estuvimos listos para iniciar la caminata y dejar que el cuerpo desplegara su adrenalina. A los 1.900 m.s.n.m. comenzó una subida en zigzag, en hilera, como se acostumbra en las prácticas de montaña. Sentimos el esfuerzo y, si bien la ascensión no es técnica, requirió resistencia y buen estado físico. Cumpliéramos o no con esa condición, el amor propio nos hizo seguir adelante. En todo momento, los guías estuvieron atentos a nuestras necesidades e hicimos varias paradas para tomar aire y reunir al grupo. Con pasos cortos, cambios de aire y en silencio, administramos nuestras fuerzas. Después de dos horas de caminata, a los 2.200 m.s.n.m., paramos para almorzar lo que cada uno tenía en su mochila. Las nubes bajas solo dejaban ver los picos de los volcanes Llaima y Lonquimay. Faltaba un tramo trabajoso pero sentíamos el aliento constante de los expertos de montaña que nos acompañaban.
A un paso de llegar
Lo que restaba hasta la cumbre lo realizamos entre rocas volcánicas abruptas; las emanaciones de azufre se incrementaban a medida que avanzábamos. Cuando finalmente estuvimos al borde del cráter, quedamos boquiabiertos ante lo que teníamos delante. Nos sentamos a descansar y nos preguntamos qué estaría aconteciendo bajo nuestros pies en ese volcán inquieto. Obtuvimos distintas vistas de los volcanes Lanín, Tronador y Osorno y los lagos Calafquen, Panguipulli y Pellaifa. Aunque el viento y los vapores sulfurosos irritaban nuestros ojos y orificios nasales, nos detuvimos unos minutos más para festejar el logro alcanzado. Para descender, nos sentamos sobre la nieve escasa que mostraba el terreno y nos dejamos deslizar, frenando con la piqueta. La etapa la superamos entre risas y gritos y el resto, hasta encontrar la aerosilla, se hizo más llevadero. Una vez en la base, despedimos el volcán de la fumarola constante y agradecimos la experiencia. De regreso hacia el centro, en la
combi, sentíamos la satisfacción de la fuerza de voluntad puesta en una jornada inolvidable en que la montaña nos permitió alcanzar la cumbre.