Efectuamos un salto en caída libre alucinante. Una verdadera ráfaga de adrenalina se apoderó de nosotros, mientras desde el aire contemplábamos las fumarolas del volcán Villarrica, en Pucón.
En Pucón nos animamos a todo. Y cuando digo todo, me refiero inclusive a la magnífica oportunidad de experimentar la sensación de caer libremente al vacío durante treinta segundos… …Todo comenzó luego de leer un artículo periodístico que explicaba una nueva modalidad para realizar saltos en paracaídas. Esta disciplina, que incentivara a los hombres a conquistar los cielos con la simple masa del cuerpo, había desarrollado una nueva manera de saltar, conocida con el nombre de tándem. La nota culminaba nombrando distintos lugares para realizar la actividad, y entre ellos mencionaba a Pucón. Hacia allí fuimos, totalmente decididos a vivir la experiencia. Pucón es una pintoresca ciudad enclavada en la ribera oriental del lago Villarrica, circundada por cerros de mediana altura. Además, es el principal balneario y centro turístico de la IX Región de Chile.
Ofrece una interesante variedad de actividades y atractivos durante todo el año, lo que la posiciona como la “perla chilena” a la hora de planificar vacaciones. Desde la ciudad se pueden conocer bellos paisajes compuestos por volcanes, lagos, termas, ríos y bosques, ideales para la realización de interesantes paseos o excursiones y de diversos deportes de aventura. Llegamos a la aldea de montaña y enseguida me puse en contacto con Peter Vermehren, un experto paracaidista que cuenta con una vasta experiencia en esta clase de saltos. Peter realiza paracaidismo desde 1976. Desde el verano de 1996 ha realizado más de tres mil saltos en tándem con fines turísticos. Su empresa cuenta con un equipo de profesionales que se encarga de todo lo necesario para llevar a cabo cada salto. Así conocimos a Pedro Tomás –hijo de Peter–, a Cristian –otro instructor de la especialidad– y a Ulises –el piloto de la avioneta– quienes rápidamente se dispusieron a hacer realidad nuestro anhelo. Nos fuimos hasta el aeródromo de Pucón.
Cuenta regresiva
El mameluco de vuelo me quedaba como hecho a medida. Antes de subir a la avioneta que nos conduciría a la máxima excitación, debimos practicar los movimientos en tierra. Para ese entonces, la adrenalina ya se palpitaba en el ambiente. Luego completamos una planilla de deslindamiento de responsabilidades, donde asumimos los riesgos del salto, aunque no son muchos. El paracaídas que se utiliza en esta nueva modalidad está construido para soportar mil saltos. Sin embargo, Vermeher cambia todas las líneas a los trescientos saltos, y a los quinientos, lo lleva a un mantenimiento general a EE.UU. Además, ante cualquier dificultad, siempre se cuenta con el paracaídas de reserva. Una vez que estuvo todo dispuesto, la avioneta solicitó pista en el aeródromo local. Despegamos. A medida que fuimos ganando altura, todo se traducía en contemplación. Desde el aeroplano pudimos observar todo el lago y el volcán Villarrica, el río Trancura, los lagos Caburgua y Titilco, juntamente con el Parque Nacional Huerquehue, y los volcanes Mocho, Llaima, Osorno y Lanín, en el límite con Argentina. El placentero viaje cambió cuando llegamos a los siete mil pies de altitud. En ese instante Cristian enganchó su arnés junto al mío. Faltaban unos instantes para que llegáramos a la altura desde donde efectuaríamos el salto.
Con alas de libertad
A los nueve mil pies de altura, recordamos los movimientos que habíamos practicado en tierra y, segundos después, abrimos la puerta de la aeronave. Primero sacamos el pie derecho y lo apoyamos sobre el estribo de la avioneta. Luego el izquierdo, y nos sentamos en el borde. El aeroplano volaba a ciento ochenta kilómetros por hora. Crucé las manos sobre el pecho. Sólo una cuenta regresiva faltaba para que la fuerza de gravedad hiciera su trabajo. Una inyección de adrenalina comenzó a circular por mi cuerpo. Tres, dos, uno… saltamos. Impresionante. La interminable perspectiva se multiplicó por mil. Abrí los brazos y alcancé a escuchar la voz del instructor que me decía: “Vuela, vuela…” Caíamos a una velocidad que superaba los doscientos kilómetros por hora, y las fuertes ráfagas de aire parecían esculpir nuestro cuerpo. El vértigo alcanzado es muy difícil de describir, hay que vivirlo para entenderlo. Mientras caía desde el diáfano cielo de Pucón, miré hacia todos lados y tuve una extraña sensación. Por primera vez, en mucho tiempo, me sentí completamente libre. Treinta segundos fueron suficientes para volver a nacer. Treinta segundos de la inexplicable caída libre me hicieron sentir que valió la pena arriesgarse a tanto. Este tipo de experiencias, que rompen con la cotidianeidad, sirven para abstraernos de la realidad y nos acercan al estado primitivo de las emociones: a sentirnos realmente vivos. Cuando el paracaídas se abrió la velocidad bajó a los diez kilómetros por hora. En ese instante alcancé a comprender que volar es dominar el espacio. Un verdadero canto a la libertad, donde en realidad lo que se conquista es el estado de plenitud del alma que se entrelaza con la naturaleza. Una vez que nos sentimos cómodos, sólo nos quedó disfrutar del vuelo, ya que el experto instructor maniobró el paracaídas. Luego de cinco minutos de sobrevuelo tocamos tierra firme. El objetivo estaba cumplido. La excursión finalizó en la pista del aeródromo con un singular y suave aterrizaje. Los abrazos fraternales y las felicitaciones me parecieron eternos. Habíamos volado el cielo de Pucón. ¡Realmente inolvidable!