Recorrimos la carretera Panamericana bordeando el estrecho de Magallanes hasta el fuerte Bulnes. Un camino que nos llevó por distintos testimonios de las primeras poblaciones patagónicas.
Algún tiempo después de que el navegante portugués Hernando de Magallanes descubriera el estrecho que hoy lleva su nombre, famosos piratas, bucaneros y corsarios navegaron por estas aguas en la búsqueda incesante de nuevas tierras y fortunas en oro. Entre ellos, los reconocidos Drake, Cavendish, Sharp, Davis y Strong. En nuestro segundo día en Punta Arenas, nos prometieron llevarnos por las rutas que habían transitado estos marinos y finalizar el viaje en el fuerte Bulnes, donde el gobierno chileno tomó posesión definitiva del estrecho, alejando de una vez y para siempre los intereses extranjeros sobre estas tierras. Era un día despejado y frío. La neblina matinal se había esfumado muy temprano, y los colores mojados del puerto, de la ruta y de la vegetación perenne quedaron al descubierto. Salimos con dirección sur por el último tramo de la carretera Panamericana. Visitaríamos los vestigios de las primeras poblaciones de la Patagonia, muchas de ellas desaparecidas.
En el viaje, bordeamos constantemente el estrecho de Magallanes. Sobre la costa, encontramos verdaderos esqueletos de viejos barcos que tiempo atrás osaron desafiar al mar. Fuertes ráfagas de viento traspasaban las hendijas de las maderas detenidas en el tiempo, produciendo sonidos agudos, como si fueran los gritos de las almas atrapadas en esos barcos. Tenía muchas ganas de transitar por los pasillos históricos de aquella región. A medida que nos acercábamos al fuerte, recordaba distintas historias de piratas que alguna vez leí en un libro de cuentos. Morgan, Hook y Barba Negra aparecían en mi memoria, con sus historias de abordajes y de tesoros escondidos. Luego de transitar 51 kilómetros desde Punta Arenas, encontramos un monolito que señala el centro geográfico de Chile, la equidistancia entre Arica y el Polo Sur en la Antártida. Doblamos por un camino que se abría a la izquierda y, en nuestra nave con ruedas, desembocamos directo en el “Puerto de Hambre”, ubicado en la costa de la bahía Buena. En este paraje, el capitán español Sarmiento de Gamboa decidió fundar, en marzo de 1584, la ciudad de Rey Don Felipe. Este intento de colonización tuvo un fin trágico: todos sus habitantes murieron de hambre. La falta de agua dulce, abastecimiento y el duro clima acabaron trágicamente con los sueños de grandeza de ese puñado de hombres. Años después, el corsario inglés Thomas Cavendish recaló en el lugar y, al encontrarse sólo con los restos de la antigua colonia, rebautizó el paraje con el nombre que lleva en la actualidad. Hoy sólo queda este tétrico nombre para un lugar paradójicamente de ensueño. Volvimos sobre nuestros pasos justo hasta el monolito, y continuamos por el camino del medio para recorrer los 5 km. finales hasta el fuerte propiamente dicho. Cuenta la historia que en mayo de 1843 se organizó una expedición que zarpó desde Chiloé al mando del capitán Juan Williams. A bordo de la histórica goleta Ancud, 23 tripulantes, incluidas dos mujeres, se lanzaron a la mar. La misión era tomar posesión del estrecho de Magallanes. Finalmente, en octubre del mismo año, sobre el morro rocoso de Santa Ana, Williams fundó un fuerte y lo llamó Bulnes, en honor al presidente de la República de Chile, Don Manuel Bulnes, quién le había encomendado la tarea. A golpes de hacha se construyó el fuerte, con maderas del bosque nativo. Las mismas causas que en Puerto de Hambre terminaron con sus habitantes hicieron que los miembros de esta expedición migraran a las tierras donde actualmente se emplaza Punta Arenas. En la actualidad, el fuerte es una réplica del fuerte histórico, aquél que vio nacer a los primeros hijos de la región magallánica. Edificado íntegramente a base de rollizos de madera, según la usanza de la época, el fuerte tiene aspecto solitario. Al ingresar en las distintas barracas, en la capilla o en el cuarto de armas, se respira en el ambiente un aire denso. En las afueras, donde el viento es el único morador errante, el silencio se multiplica. Recorrí paso a paso el viejo fuerte. Me detuve a pensar cómo sería la vida en este lugar tan bello como desolado. Escuche impaciente el marchar de los soldados colonizadores, percibí con temor el estruendo de un arma que se disparó desde un puesto de vigilancia. Sin lugar a dudas, la mente a veces nos juega una muy mala pasada, ya que al abrir bien los ojos, descubrí que los añosos cañones, testigos inmutables de este fuerte, hace mucho que silenciaron su voz.
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