En este deporte se integran los rincones solitarios y silenciosos, la nieve recién caída y el ritmo de una villa de montaña que vive a pleno el invierno.
En San Martín de los Andes, el cerro Chapelco cuenta con recorridos por el bosque, con nieve virgen, sobre raquetas. Han sido pensados para toda la familia, aun para aquellos que nunca pisaron una pista nevada. Tomamos una excursión y disfrutamos de la ruta de subida al cerro por sus paisajes invernales únicos. Una vez en la base, comenzó la aventura a bordo de camionetas 4 x 4 con las que, luego de un breve pero intenso camino montañoso, llegamos a Las Pendientes, un country de nieve ubicado en la cota 1.400. Ese conjunto armónico de cabañas diseminadas entre lengas añosas con sus propias pistas de esquí sería nuestro compañero de andanzas. Para iniciar la caminata, nos colocamos fácilmente los snowshoes bajo el calzado que llevábamos, para ampliar la superficie de apoyo y pisar sin enterrarnos. Mientras, aparecieron los protagonistas del lugar: esquiadores, motos de nieve y cuatriciclos circulaban por todos lados; los pisapistas hacían su trabajo para que todo luciera impecable. Un grupo de chiquitos del jardín de nieve, junto a su instructora, nos dieron una clase de cómo se esquía sin temores y sin bastones.
Encaramos el bosque que, según nos dijeron, cambia su fisonomía de acuerdo con las condiciones climáticas del día. Dejamos atrás las últimas casas y comenzó una leve inclinación para tomar altura. Al llegar al filo, estuvimos frente al Valle del Águila; un poco más allá, la Pradera del Puma y muy, pero muy abajo, el Mallín Grande. En un corto tiempo logramos estabilizar nuestra marcha y eso nos permitió disfrutar, sentirnos en libertad y descubrir cada uno de los rincones que los guías nos mostraban. Los ojos se nos iban detrás de cada conejo o pájaro carpintero que veíamos y que, sin tomarnos en atención, seguían su vida como si nada. Si bien los árboles no presentaban follaje por ser pleno invierno, se los veía recubiertos por abundante barba de viejo, un liquen que solo puede vivir en aquellos sitios donde existe gran oxigenación. Con las grandes nevadas, las plantas arbóreas y su huésped se tapizan de nieve seca y forman un conjunto muy atractivo. Caminamos sobre piso duro, ya transitado por otros, pero también sobre nieve blanda, esponjosa. La sensación de hundir el pie en un lugar donde nadie antes lo hizo no es fácil de explicar. El sonido es distinto, el color dentro de los orificios que se forman es otro, de tono celeste. Todo nos resultó muy divertido y hasta celebramos alguna caída sin consecuencias. Llegamos al iglú, una casita hecha con paneles de nieve, al cual ingresamos. Nos sentamos para tomar un rico té con alfajores regionales y un licor de chocolate. Momento de descanso pero también de charlas y comentarios acerca de lo vivido, luego de atravesar arroyos y abrir sendas para seguir. El regreso fue muy tranquilo, en descenso, y desde un mirador observamos el lago Lácar, lejano pero imponente. Nos esperaba una sorpresa: nos entretuvimos en una pista para trineos con los “culipatines” o “deslizadores”. Sin importar la edad, uno a uno todos hicimos nuestra experiencia, con las consabidas risas y sin inhibiciones. Una vez en la base del cerro, la despedida fue en la ruka mapuche de la comunidad Curruhuinca, donde saboreamos algunas de sus especialidades. Todos convinimos en que la “raqueteada” había sido muy divertida y nos había llevado a lugares que no hubiéramos conocido sin nuestros guías.