Una viaje entre hielos eternos y naturaleza somnolienta. Navegamos entre fiordos patagónicos hasta los glaciares Balmaceda y Serrano en el P. N. Bernardo O´Higgins.
Sin lugar a dudas, contemplar glaciares es una de las experiencias más deslumbrantes que el hombre puede disfrutar en la Tierra. Será porque tienen millones de años, por las distintas tonalidades que adquieren al estar expuestos a la luz, porque visitarlos representa todo un viaje por las latitudes donde se encuentran, o simplemente porque sus caprichosas formas y sus tamaños monumentales hacen pensar que sólo un ser superior los pudo haber creado. Lo cierto es que miles de personas de todas partes del mundo gastan considerables sumas de dinero para poder apreciarlos. Al estar tan cerca del campo de hielo Sur, tercera reserva de agua dulce mundial, es imposible no dejarse tentar ante la posibilidad de acceder a alguno de los cientos de glaciares que lo conforman. Bien temprano, desde el muelle fiscal de
Puerto Natales salen las embarcaciones “21 de Mayo” y “Alberto De Agostini” hacia los glaciares Balmaceda y Serrano. Como buen mortal, no escapé a la tentación y fui uno de los primeros en embarcarme. Además, el viaje tiene el plus de llevar a los pasajeros por el parque nacional Bernardo de O'Higgins, el más grande de Chile con sus 3.525.901 hectáreas de superficie.
Entre fiordos patagónicos
Zarpamos. A la distancia, observé el monte Balmaceda, cuya imponente figura resalta entre el paisaje circundante. La embarcación pequeña y tambaleante se desplazó sin apuros por el seno de Última Esperanza y, en pocos minutos, surcamos los legendarios canales patagónicos. Lástima el día que me tocó para hacer la excursión; nubarrones grises, fuertes vientos del Pacífico y una llovizna constante y fría no me auguraban una buena jornada. “Al mal tiempo, buena cara” - pensé y con abrigo de por medio salí a la cubierta para observar nuestro recorrido con mayor detenimiento.
Me sorprendió la espesa vegetación que cubría las montañas hasta la costa. Entre el paisaje encrespado, caían enormes cascadas de agua de deshielo, generando un sonido tan estrepitoso como irrepetible. El viento patagónico, errante espíritu del sur, no podía estar ausente. Una fría ráfaga circuló entre nosotros y como una navaja afilada parecía cortarnos la piel. Sin pensarlo dos veces, decidí entrar nuevamente a la cabina. El guía de la embarcación fue describiendo por altoparlante los distintos sitios que atravesamos y que a duras penas podíamos observar a través de la ventana húmeda. Tras dos horas de navegación, el barco se acercó hasta la punta “Barrosa”, donde vive una colonia de cormoranes. Estos pájaros, parecidos a los pingüinos, permanecen tres meses en el lugar durante el verano hasta que los pichones aprenden a volar.
A medida que avanzamos entre los fiordos, el paisaje era cada vez más agreste y atractivo por sus montañas vigorosas. Mientras tanto, el tiempo parecía transcurrir lentamente. Me esperaban un total de tres horas bamboleantes antes de llegar al glaciar Balmaceda.
Tiempo para reflexionar
Una vez más, apareció el majestuoso monte Balmaceda. Esta vez, en la proa de la embarcación junto con el glaciar del mismo nombre desprendiéndose por oriente. El monte tiene una altura de 2.035 metros y existen pocos antecedentes de haber sido escaladado hasta su cumbre. El glaciar se encuentra en la misma condición de retroceso que la mayoría de los glaciares del planeta. Lo miré con un poco de tristeza, aquel fenómeno me hizo pensar en el recalentamiento del planeta, que en definitiva contribuye al derretimiento de estos colosos de hielo. Unos minutos frente a él fueron suficientes para apreciar sus incontables gamas de azules y celestes.
El “21 de Mayo” continúo con su rumbo, ahora sin escalas, hasta el glaciar Serrano. La embarcación es un
cutter de 20 metros de eslora por 5 metros de manga. Posee un motor marca Volvo de 360 HP y su capacidad es de 50 pasajeros. En su interior, el servicio de bar ofrece agua mineral, gaseosas, cervezas y pisco
sour, obviamente. Para calmar la ansiedad del almuerzo, se podían comprar gruesas barras de chocolate, aunque con el vaivén de ese día, la venta casi no tuvo éxito.
Un silencio temeroso
Después de 4 horas de navegación, atracamos en el muelle de Puerto Toro, en pleno parque nacional. Comenzamos a caminar por un sendero de 1.000 metros que no presentaba dificultad, a través de un maravilloso bosque nativo y la costa del lago Serrano. La flora en esta zona está constituida por bosques perennes, donde predomina el coihue de Magallanes. No tardé en asombrarme ante la gran cantidad de témpanos que flotan a la deriva por el agua lechosa. Continué caminando con el resto de los excursionistas. Un extraño silencio se apoderó del ambiente. A medida que nos acercábamos al glaciar, observaba atónito cómo la perspectiva se agrandaba a cada paso.
El murallón de hielo que se forma es de aproximadamente 20 metros de altura, mientras que la imponente lengua glaciaria se pierde en el horizonte blanco, con el resto de los pequeños glaciares que forman parte de su cuenca. De pronto, una inmensa pared helada se desprendió len-ta-men-te... La atención de todos los allí presentes se centró en el terrible y magnífico espectáculo natural que, de una sola vez, se sumergió en las frías aguas del lago, generando un estruendo monstruoso y una ola de más de 2 metros. Estupefacto intenté plasmar la escena en mi interior. Sabía que el sólo hecho de recordarla me erizaría la piel como en aquel momento, y quise conservar esa impresión para siempre. A la impensada caída, al estruendo, a la ola, le siguió un aplauso generalizado. Miré al cielo y sin encontrar nada en él, agradecí al Creador por la oportunidad que tuve de estar presente en la caída de aquel glaciar Serrano, en un día gris y lluvioso.