La Patagonia insular emerge como una tierra inexplorada y fantástica. En un viaje en ferry por los canales australes, pasamos frente a los testigos mudos de la última glaciación.
Nuestro viaje por la Patagonia parecía haber terminado. La belleza continental del sur desapareció y me dejó la sensación de haber visto todo. Habíamos visitado el glaciar Perito Moreno en Argentina y luego nos trasladamos a Puerto Natales para contemplar la magnificencia de las Torres del Paine. Pensé en regresar por la misma ruta que me había llevado hasta esos confines, pero descubrí la posibilidad de tomar rumbo norte a bordo del ferry Navimag, un barco que transporta carga, vehículos y pasajeros desde 1979. Así comenzamos una nueva aventura a través de los canales patagónicos. Debo admitir que tuve suerte en adquirir los pasajes, ya que por lo general se debe realizar la reserva con varios meses de anticipación. En la noche del jueves, abordamos el Navimag con destino final en Puerto Montt.
Luego de la bienvenida a cargo de Cilda, la coordinadora del ferry, dejé las mochilas en la cabina doble A y me dispuse a conocer la embarcación. El ferry es un transbordador que posee una eslora de 114 metros y una manga de 19 metros. Posee acogedoras cabinas para 4 personas y más de 100 literas equipadas con ropa de cama, listas para usar. Además, el buque cuenta con amplios espacios para disfrutar el viaje: salones, restaurante y terrazas panorámicas. Del lujo hay que olvidarse, pero la atención a bordo y las comodidades descriptas son suficientes para pasarla más que bien. Esa noche dormimos a bordo. A las 5.00 de la mañana del viernes, la nave zarpó de Puerto Natales dibujando una suave estela sobre el golfo Última Esperanza, que no tardó en desaparecer.
“Parecía estallar en mil pedazos”
Al momento de desayunar (7.30 de la mañana) transitamos por el canal Señoret. A través de las ventanas podíamos observar la abrupta caída del paisaje sobre el mar, que entre bosques siempre verdes y montañas con nieves eternas se unían con el agua salada. Nos encontrábamos por los canales que nacieron como resultado del retroceso de los grandes glaciares 12 mil años atrás, esculpiendo el aspecto del lugar. Esta zona del mundo inspiró a escritores como Julio Verne, John Byron -abuelo del poeta- o Francisco Coloane por su fisonomía salvaje e indómita. Pronto navegamos por las angosturas White y Collingwood, los dos puntos más estrechos de la travesía. En esta parte del viaje observamos cómo los glaciares parecían desprenderse de las montañas recostadas en las primeras estribaciones del Campo de Hielo Sur. Comenzamos a bordear el parque nacional Bernardo de O´Higgings, de 3,5 millones de hectáreas, zigzagueando verdaderos macizos de tierra virgen. La cordillera de los Andes parecía estallar en mil pedazos. ¡Estábamos navegando la Patagonia insular y no lo podíamos creer! La posibilidad de perder un detalle del paisaje me resultaba imperdonable. En el canal Sarmiento, el agua comenzó a cambiar de coloración debido al derretimiento de algunos glaciares pertenecientes al campo de hielo. Y pensar que en 1843 Juan Williams, a bordo de la goleta Ancud, transitó esta área para establecerse en la región del estrecho de Magallanes para luego fundar el fuerte Bulnes.
Entre risas y juegos
Por el altavoz nos invitaron a almorzar. Todas las comidas del Navimag están incluidas en el precio del pasaje. Los menúes diarios no pertenecen a una carta de alta cocina patagónica, pero son deliciosos y ricos en proteínas. Lo importante siempre sucedía en las cubiertas exteriores, donde el paisaje no dejaba de transformarse a cada segundo. Bosques de lengas, cipreses y canelos achaparrados por la fuerte acción del viento daban lugar a fríos saltos de agua que caían estrepitosamente sobre los fiordos. El agua, calma en estas latitudes, brindaba la sensación de estar navegando sobre un lago. La noche comenzó a borrar el horizonte y el frío eterno de la Patagonia me obligó a ingresar al Navimag. La cena terminó derivando en una suerte de bingo. Envuelto en un clima bastante raro, donde los idiomas se entremezclaban entre las risas y los sonidos de las copas que sonaban al brindar, culminó mi primera jornada a bordo del Navimag.
En el Jardín del Edén
Un nuevo día me despertó en la mañana del sábado. El movimiento de la nave casi no se percibía. Ese día visitamos la pequeña localidad de Puerto Edén, ubicada sobre la isla Wellington, único asentamiento humano en la zona. Allí viven los 7 últimos descendientes indígenas Alacalufes o Kawesqar. Los integrantes de esta tribu eran nómades marinos que vivían de la caza de la foca y de la pesca. Como pasó con tantas otras civilizaciones nativas, la llegada del hombre blanco trajo consigo “progreso”, religión y enfermedades, sobre todas estas últimas, lo cual hizo que los pueblos desprotegidos o sin anticuerpos para combatir virus o bacterias del “viejo mundo”desaparecieran. Lo cierto es que el pintoresco poblado posee unas 200 casas que se encuentran construidas sobre pilotes en las laderas de las montañas y están unidas por pasarelas de madera. Estuvimos una hora recorriendo el lugar. La isla es muy húmeda y el barro una constante. Los isleños no tardaron en acercarse y ofrecer sus artesanías construidas con pieles de focas, cueros y mimbre. Gracias al paso del Navimag, encontraron una veta comercial en el turismo, ya que el resto del sustento económico pasa por la recolección de mariscos en las heladas aguas de la costa.
Historias de marinos
De vuelta en el
ferry nos fuimos a la cubierta superior, donde pasamos gran parte de nuestro tiempo jugando en el ajedrez “gigante”. La nave comenzó a transitar por la angostura Inglesa, y en ese lugar nos anticiparon tomar una pastilla antinauseosa – antivertiginosa, porque en las próximas horas estaríamos en medio del golfo de Penas, donde el barco se pone a merced de los vientos del océano Pacífico. En medio de la angostura, encontramos a buque varado “C Leonidas”. Cuenta la historia que este barco llevaba una carga de azúcar y que su capitán italiano la vendió en Uruguay. Luego de la transacción, se dirigió hasta estas aguas, y sabiendo del bajo que se encontraba en el canal, encalló su barco, que se rompió al medio. Cuando las autoridades le preguntaron sobre su cargamento, alegó que se había disuelto en el agua. Pero al momento de buscar las bolsas plásticas donde se trasportaba el azúcar, ninguna apareció. Este episodio, hoy anecdótico, le valió la prisión al capitán italiano que quiso quedarse con el valor total del cargamento. El “C. Leonidas” en la actualidad se encuentra dibujado en todas las cartas de navegación. A duras penas, comenzamos a transitar por el golfo. Los canales Ninulac y Moraleda nos volvieron a cobijar luego de unas 8 horas de constante movimiento. Para ese entonces se nos escapó el sábado, dándole lugar al día siguiente.
Llegada a Puerto Montt
El paisaje incógnito continuó acompañándonos a babor y estribor. En este punto, la exótica fauna marina dio sus primeros signos de vida, cuando unas toninas overas acompañaron la navegación del Navimag por unos cuantos minutos. El cerro Maca, de 2.960 metros, fue el testigo blanco y silencioso de nuestro paso entre los fiordos patagónicos. Adelante se encontraba el golfo Corcovado que, como su nombre lo indica, nos esperó con una nueva dosis de constantes movimientos. En este punto es posible observar ballenas jorobadas. No corrimos con esa suerte y nos quedamos con las ganas de verlas. Comenzamos a bordear la isla de Chiloé y pronto nos encontramos sobre las aguas del golfo Ancud, los últimos accidentes geográficos antes de llegar a Puerto Montt. Atardeció. La luna brillante parecía saludar al sol, que sin fuerza se ocultaba en el horizonte. Cientos de constelaciones se reflejaban sobre las aguas finales de nuestro viaje. En la madrugada del lunes, dejamos atrás el seno Reloncaví y arribamos al muelle de transbordadores de Puerto Montt. Nuestra aventura llegó a su fin. Habíamos atravesado los canales que fueron habitados por los Yaganes, Onas, Chonos y Kawesqar. Un gustito amargo quedaba en mi interior, porque debía abandonar estas benditas aguas australes, donde nunca calienta el sol.