El lago Llanquihue, mítico e imponente, es el tercero más extenso de Latinoamérica. Navegarlo en un viejo barco de madera resulta la opción ideal para conocer sus costas, sus pequeñas poblaciones y sus salmoneras.
Un poco de historia
Originalmente poblado por tribus mapuches, después de la conquista española, las riberas del Lago Llanquihue fueron gradualmente abandonadas debido a la lucha en contra de los españoles y a la aumentada actividad volcánica entre los siglos XVII y XVIII, que finalmente terminó con la erupción del
volcán Osorno en 1834. Esto hizo que la selva creciera sin control formando una jungla impenetrable. A partir de 1861, se comenzaron a construir caminos y puentes. Hacia la década de 1950, la nueva Carretera Panamericana llegó a
Puerto Montt, aunque aún no estaba pavimentada.
El terremoto de 1960 significó un retroceso de décadas de trabajo, ya que la mayor cantidad de puentes que se habían levantado, cayeron por la fuerza del movimiento telúrico. Las inversiones posteriores al sismo ayudaron a cambiar definitivamente la cara de los puentes -que se volvieron a levantar pero con cemento- y se mejoraron los caminos.
Bienvenidos a bordo
El Capitán Haase es un motovelero de 65 pies, que fue diseñado y construido en madera nativa en el año 1999 y que cuenta con todas las comodidades y seguridad que indica su registro de yate costero. Su capacidad permite que hasta 50 pasajeros disfruten sus dos salones, su arboladura de dos mástiles y un equipamiento de punta para la navegación que lo hacen único en su clase. En nuestro caso, partimos a primera hora del día y, luego de recorrer la totalidad de la costanera de
Puerto Varas y de Ensenada, comenzamos a poner proa hacia la cercana
ciudad de Llanquihue. Llanquihue es una pequeña población que, al igual que
Frutillar y
Puerto Octay (las otras grandes ciudades que posee la ribera del lago además de Puerto Varas), formó parte de la colonización alemana que se dio en la zona a partir del año 1850. Desde el barco, pudimos divisar sus costaneras, sus típicas construcciones arquitectónicas en madera, sus tejuelas y techos de alerces, sus iglesias, sus casas de té con repostería alemana y por supuesto a sus pobladores, que se acercan a las playas del Llanquihue a disfrutar el sol y sus aguas, cuando el tiempo lo permite. Mientras navegábamos lentamente, las bocas de ríos y arroyos comenzaron a sorprendernos por la gran cantidad de pescadores con mosca que lograban verdaderos trofeos. Incluso en nuestra embarcación, tuvimos la oportunidad de clavar una gran trucha arcoiris que comenzó a perseguir la cuchara giratoria de una de las cañas que desde la popa esperaba ansiosa un buen pique. Y a metros de izarlo a bordo logró escapar, mostrando nada más ni nada menos que un par de kilos de muy buena salud y color. Así, mientras transcurrían las horas y cada uno de los integrantes de la embarcación daba rienda suelta a sus actividades -algunos pescaban, otros se bronceaban al sol, otros tomaban fotografías o leían algún libro- el antes desconocido e inmenso lago, ahora quedaba registrado un poco más en la memoria de cada uno de los presentes. Y cada lugar resultaba maravilloso. Sin embargo, el último tramo, quizás el más largo, se volvió uno de los preferidos por todos. El atardecer comenzaba a guardar un hermoso sol en una de las laderas y el majestuoso volcán Osorno, junto a su compañero el volcán Calbuco, custodiaban nuestro paso. Puerto Varas, apenas iluminada, anticipaba fehacientemente la llegada de la noche y una luna llena que en escasos minutos ganaría protagonismo. Guardaba en sus silencios la seguridad de que otra vez, el Capitán Haase, descansaría en su bahía a la espera de otra nueva aventura. Y así, entre pisco sour, vinos chilenos, empanadas de mariscos y quesos, el ancla dispuso que la velada continuara toda la noche…